Retiro en la academia Lyme Academy: una experiencia inolvidable

Hace unas semanas fui invitada a un retiro en la Lyme Academy, una academia de arte muy tradicional enfocada en el arte figurativo, para formar parte de un grupo de escultores. Fueron convocados noventa de los mejores escultores del mundo. Cuando recibí la invitación, me quedé en shock, pensando que tal vez había sido un error. Empecé a sentir el clásico síndrome del impostor... pero también una emoción increíble. Me entusiasmé tanto que compré el vuelo sin darme cuenta de que tenía un curso agendado para esos días. Al final, tuve que reorganizar las fechas del curso de retrato para poder ir y darlo bien.
La semana antes del viaje estuve bastante nerviosa. Honestamente, no me sentía a la altura de los otros escultores invitados; a muchos de ellos ya los seguía desde hacía años en Instagram, los admiraba profundamente, los consideraba verdaderos maestros: genios y mentes brillantes del arte escultórico.
Llegué a Lyme de noche, sola, sin conocer a nadie ni el lugar. Tomé un Uber desde el aeropuerto hasta la residencia, donde me habían ofrecido quedarme gracias a la generosidad de una amiga del director del retiro, Chad Fisher. Nos hospedaron en su casa unos cuantos artistas. Fui la primera en llegar, un jueves por la noche, y como no había vuelos más tarde, pasé mi primera noche sola en una casa enorme, elegante y hermosa, con alberca. Era invierno, y hacía un frío brutal, cerca de cero grados, así que me arropé como pude.
Esa noche sola fue rara, pero también significativa. Al día siguiente salí a caminar por Old Lyme para explorar un poco. Es un pueblito encantador, rodeado de bosques, ríos pequeños y lagos. Me enteré de que ahí fue donde se detectaron los primeros casos de la enfermedad de Lyme—de ahí su nombre—y eso se convirtió en una especie de broma recurrente entre los participantes.
Recorrí casas enormes y finalmente llegué al Museo Florence Griswold. Aunque estaba casi todo en remodelación, vi una exposición fotográfica muy potente, enfocada en el periodo final de la esclavitud en EE. UU., justo antes de los levantamientos. Me conmovió profundamente.
Después seguí caminando por el pueblo, que estaba casi vacío. Todo cerrado, y se notaba que era un lugar donde sí o sí necesitas auto para moverte. En la tarde era el recibimiento de los artistas. Llegué a la academia y estaba tan nerviosa que casi no podía hablar inglés. Pero mientras iban llegando más escultores, me fui metiendo poco a poco en los grupos que se formaban. Se notaba que muchos ya se conocían. Hacía tiempo que no me sentía tan tímida—al principio solo escuchaba—pero todos fueron muy amables y acogedores.
Esa noche conocí a mis compañeros de casa. Una de ellas, Diane Collins, conectó conmigo de inmediato: tiene una conexión increíble con la naturaleza y los animales, y una presencia artística poderosa. Otra mujer, Kate Brockman, es una artista de unos 60 años que tiene su propia fundición y es una maestra de las pátinas y los procesos técnicos. Me fascinaba escucharla. Compartimos una copa de vino y empezamos a conocernos en ese ambiente que parecía de sueño.
El día siguiente comenzó oficialmente el retiro.
La academia tiene tres estudios principales donde posaban modelos en vivo. En uno había un hombre y una mujer en una pose combinada. En otro, dos mujeres reflejadas. Y en el tercero, una mujer sola de pie, ideal para bajorrelieve o para quienes querían dibujar o pintar.
Elegí el estudio con las dos mujeres reflejadas. Ahí conocí a Dana Young, a quien seguía desde hacía años. Dana es una persona extraordinaria: alegre, amable, generoso. Construyó su propia fundición en el patio de su casa, es autodidacta y está muy involucrado con los procesos digitales. Incluso llevó un escáner 3D al retiro. A través de él conocí a más artistas impresionantes como Stephen Perkins, Jesse Harrington, Adam Matano, y Eudald de Juana, cuyos trabajos ya admiraba profundamente.
En esos dos días también conocí a Wesley Wofford, Heidi Wastweet, Joshua Koffman, Alicia Ponzio, Kimberly Monson, Kelly Micca, entre muchos otros escultores cuyos nombres ya se me confunden, pero que me dejaron huella. El nivel artístico, la generosidad y la humildad de cada uno era abrumador.
Esculpíamos en silencio o conversando, intercambiando ideas, técnicas y experiencias de vida. Fue una experiencia muy introspectiva e increíblemente inspiradora.
La noche del sábado terminó alrededor de una fogata, con música, risas y conversaciones cálidas. Me fui temprano, agotada, pero con el corazón lleno.
El domingo fue el último día. Seguí modelando, viendo cómo las obras de los demás tomaban forma. La diversidad de estilos e interpretaciones era maravillosa. Al final, Dana escaneó mi escultura para que pudiera llevármela en formato digital, un recuerdo precioso de esos días mágicos.
Un pequeño grupo salimos a cenar para despedirnos. Esa noche, al volver a la casa—que ya estaba vacía—pasé mi última noche en silencio, rodeada de belleza, con una mezcla de orgullo, alegría, melancolía y asombro.
A la mañana siguiente tomé un Uber al aeropuerto y volví a Ciudad de México.
Ya pasaron varias semanas desde entonces, y no había podido escribir sobre la experiencia hasta ahora. Creo que necesitaba procesarla emocionalmente. Al volver sentí una especie de tristeza, un bajón nostálgico. Hubiera querido que durara más. Era como el paraíso para un escultor: un espacio de admiración mutua, apoyo, creatividad y propósito compartido. Solo dos días, pero que me marcaron para siempre.